jueves, 20 de junio de 2013

Carta desde el Infierno

No recuerdo el día en el que se me dio por ordenar el cajón de mi cama nido: estaba tan lleno de papeleo que apenas pude abrirlo y, en cuanto lo hice, salí de la habitación en busca de una bolsa de plástico la cual llenaría de hojas en cuestión de segundos. Después de horas de limpieza, hallé un sobre que me llamó la atención. Así que, tal y como había hecho con las páginas que más me habían llamado la atención, perdí unos minutos de mi vida leyéndola:
“Apreciados habitantes de la Tierra,
Primeramente, permitidme que me presente. Soy Caronte, Carón para los amigos, el barquero de Hades, el mismo que se encarga de guiar a las almas de los difuntos al Infierno.  Probablemente os preguntéis por qué escribo esta carta y cuál es mi propósito. Pues bien, procederé a explicar mi gran dilema.
Mi señor Hades me contrató como su barquero hace miles de años, tantos que he perdido la cuenta. Al principio, el trabajo que me asignó me hacía gracia. Desde bien pequeño había soñado con ser marinero y atravesar el río Aqueronte con una barca sería una especie de introducción a mi carrera: aprendería a remar decentemente y me acostumbraría al vaivén de los barcos. Eso último me costó horrores pues siempre padecí de mareos en los transportes. Después de años de experiencia transportando almas a cambio de una moneda, me adapté a mi trabajo e incluso le cogí el gusto.
Era interesante saber las causas de la muerte de las personas: mientras las llevaba en mi canoa, algunas almas, las más extrovertidas y parlanchinas, me contaban cómo habían acabado allí. Algunas muertes, pensaba a veces, eran tan vergonzosas que me entraron ganas de escribirlas y publicarlas en el Periódico del Inframundo. ¿Que si en el Infierno ya existía la imprenta? ¡Pues claro! Siempre hemos sido más avanzados que los terrícolas.
Al cabo de los siglos me tomé mi trabajo con más seriedad ya que algunos de mis clientes me daban más de una moneda. Una cuarta parte de mi dinero se la quedaba mi señor, otra cuarta parte iba para los impuestos y con las otras dos ahorraba para sobrevivir. Así pues, aproveché la propina que me regalaban  y empecé a ahorrar para comprarme un velero.
¿Que por qué un velero? Sencillo: cada vez se me amontonaban más almas en el borde del río y necesitaba más espacio para alojarlas y así no tener que hacer el quíntuple de viajes –prefería evitar horas extra. Sí… eso fue cuando en la Tierra se empezaron a dar guerras y tal. La gente fallecía como moscas y a mí se me acumulaba la faena.
Con todo y con eso, las ánimas seguían viniendo con su monedita. Yo trabajaba felizmente, aunque las historias que me contaban no eran muy divertidas: que si una enfermedad rarísima que hacía que te salieran bultos negros en la piel, que si guerras porque a unos se les había antojado tener más territorio… En fin, los típicos problemas que tienen los hombres y mujeres caprichosos. Son así de cabezones porque tienen poco tiempo de vida y quieren gozar de los máximos lujos posibles y para ello tienen que masacrar a muchos de los suyos.
A partir de ese momento, me empecé a interesar por los humanos. Eran seres realmente complejos. Quién lo habría dicho, y yo que pensaba que solo en el inframundo había sujetos inteligentes. Pues no.
Tiempo después, un fenómeno llamado ciencia se desenvolvió a pasos agigantados. Por lo que entendí, gracias a ella muchas vidas se salvaron pero, a la vez, también muchas se perdieron. Los terrícolas inventaron armas mucho más sofisticadas para asesinar como si no hubiera un mañana. Y a mí, por supuesto, se me seguía acumulando la faena.
Viendo esto, y Hades sin subirme el sueldo, con el dinero ahorrado me compré un transatlántico. ¿Que qué hacía un transatlántico en un río? No sabe nadie cuánto me costó convencer a mi señor: él prefería la barquita, que según decía quedaba más agradable a la vista, más rústica, más antigua. Pero cuando le conté mi situación, le insinué que me aumentara el salario. Y, en vez de hacerlo, su actitud cambió rotundamente y, sorprendentemente, parecía totalmente de acuerdo con el transatlántico y conté con todo su apoyo.
De manera que así lo hice. Me compré mi nuevo transporte. Gracias a él, mis clientes gozaban de más comodidad y muchos de ellos me dieron más propina. Hasta entonces, yo estaba en mi máximo esplendor.  Me topé con épocas de crisis, porque hubo un periodo muy crucial en la Tierra y hasta yo sufrí las consecuencias. Sin embargo, luego volvía a remontar.
No obstante, hace poco me encuentro en un aprieto de los graves. Durante estos últimos siglos se ve que en la superficie hay una crisis tan fuerte, que ahora las almas me vienen sin monedita.
Horror.
Además, no solo es eso, sino que lo que me cuentan cuando las transporto –porque yo también soy compasivo y las llevo aunque sea por cortesía y educación aun sin haberme pagado –no dejan de lamentarse de una serie de catástrofes llamadas con distintos nombres: corrupción, manipulación, demagogia, desahucios, recortes... Y muchos nombres los cuales no logro recordar.
Se ve que, mucha gente, no es que haya cometido un pecado imperdonable, no. Es que se han suicidado por la desesperación. Y eso no lo había visto nunca en todos los años que llevo de vida. Los casos típicos eran las guerras, las epidemias, el hambre…, sin embargo, no la exasperación de las personas. A ver, siempre hubo de esos sucesos pero en un número muy reducido –adolescentes dolidos por la enfermedad irremediable llamada amor – o en épocas bélicas. En esas circunstancias lo encontraba normal. Pero tengo entendido que actualmente no hay ninguna guerra mundial.
En fin, con todo esto, quiero decir que la crisis terrestre también me ha afectado a mí. Por supuesto que no me interesa lo más mínimo lo que suceda ahí arriba, pero por favor, traed la monedita, que ya no os pido ni propina. Mantener las instalaciones y revisar el transatlántico no es barato, además de que tengo que pagar los impuestos.
Así que estáis avisados, terrícolas. O me traéis dinero, o no os extrañe que más de uno de vosotros vuelva a la vida. Que ya tengo overbooking en la orilla del río Aqueronte.

Atentamente, Caronte, el barquero”

Una vez terminé, la guardé en el sobre y hurgué en mis memorias en busca de alguno que me aclarara mi desconcierto. Pero fue inútil. Yo no la había escrito ni recordaba haberla visto ni leído antes.

Aun me sigo preguntando qué debo hacer con ella. 

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