No recuerdo el día en el que se me dio por ordenar
el cajón de mi cama nido: estaba tan lleno de papeleo que apenas pude abrirlo
y, en cuanto lo hice, salí de la habitación en busca de una bolsa de plástico
la cual llenaría de hojas en cuestión de segundos. Después de horas de
limpieza, hallé un sobre que me llamó la atención. Así que, tal y como había
hecho con las páginas que más me habían llamado la atención, perdí unos minutos
de mi vida leyéndola:
“Apreciados habitantes de
la Tierra,
Primeramente, permitidme que me presente. Soy
Caronte, Carón para los amigos, el barquero de Hades, el mismo que se encarga
de guiar a las almas de los difuntos al Infierno. Probablemente os preguntéis por qué escribo
esta carta y cuál es mi propósito. Pues bien, procederé a explicar mi gran
dilema.
Mi señor Hades me contrató como su barquero hace
miles de años, tantos que he perdido la cuenta. Al principio, el trabajo que me
asignó me hacía gracia. Desde bien pequeño había soñado con ser marinero y
atravesar el río Aqueronte con una barca sería una especie de introducción a mi
carrera: aprendería a remar decentemente y me acostumbraría al vaivén de los
barcos. Eso último me costó horrores pues siempre padecí de mareos en los
transportes. Después de años de experiencia transportando almas a cambio de una
moneda, me adapté a mi trabajo e incluso le cogí el gusto.
Era interesante saber las causas de la muerte de las
personas: mientras las llevaba en mi canoa, algunas almas, las más
extrovertidas y parlanchinas, me contaban cómo habían acabado allí. Algunas
muertes, pensaba a veces, eran tan vergonzosas que me entraron ganas de
escribirlas y publicarlas en el Periódico del Inframundo. ¿Que si en el
Infierno ya existía la imprenta? ¡Pues claro! Siempre hemos sido más avanzados
que los terrícolas.
Al cabo de los siglos me tomé mi trabajo con más
seriedad ya que algunos de mis clientes me daban más de una moneda. Una cuarta
parte de mi dinero se la quedaba mi señor, otra cuarta parte iba para los
impuestos y con las otras dos ahorraba para sobrevivir. Así pues, aproveché la
propina que me regalaban y empecé a
ahorrar para comprarme un velero.
¿Que por qué un velero? Sencillo: cada vez se me
amontonaban más almas en el borde del río y necesitaba más espacio para
alojarlas y así no tener que hacer el quíntuple de viajes –prefería evitar
horas extra. Sí… eso fue cuando en la Tierra se empezaron a dar guerras y tal.
La gente fallecía como moscas y a mí se me acumulaba la faena.
Con todo y con eso, las ánimas seguían viniendo con
su monedita. Yo trabajaba felizmente, aunque las historias que me contaban no
eran muy divertidas: que si una enfermedad rarísima que hacía que te salieran
bultos negros en la piel, que si guerras porque a unos se les había antojado
tener más territorio… En fin, los típicos problemas que tienen los hombres y
mujeres caprichosos. Son así de cabezones porque tienen poco tiempo de vida y
quieren gozar de los máximos lujos posibles y para ello tienen que masacrar a
muchos de los suyos.
A partir de ese momento, me empecé a interesar por
los humanos. Eran seres realmente complejos. Quién lo habría dicho, y yo que
pensaba que solo en el inframundo había sujetos inteligentes. Pues no.
Tiempo después, un fenómeno llamado ciencia se
desenvolvió a pasos agigantados. Por lo que entendí, gracias a ella muchas
vidas se salvaron pero, a la vez, también muchas se perdieron. Los terrícolas
inventaron armas mucho más sofisticadas para asesinar como si no hubiera un
mañana. Y a mí, por supuesto, se me seguía acumulando la faena.
Viendo esto, y Hades sin subirme el sueldo, con el
dinero ahorrado me compré un transatlántico. ¿Que qué hacía un transatlántico
en un río? No sabe nadie cuánto me costó convencer a mi señor: él prefería la
barquita, que según decía quedaba más agradable a la vista, más rústica, más
antigua. Pero cuando le conté mi situación, le insinué que me aumentara el
salario. Y, en vez de hacerlo, su actitud cambió rotundamente y,
sorprendentemente, parecía totalmente de acuerdo con el transatlántico y conté
con todo su apoyo.
De manera que así lo hice. Me compré mi nuevo
transporte. Gracias a él, mis clientes gozaban de más comodidad y muchos de
ellos me dieron más propina. Hasta entonces, yo estaba en mi máximo
esplendor. Me topé con épocas de crisis,
porque hubo un periodo muy crucial en la Tierra y hasta yo sufrí las
consecuencias. Sin embargo, luego volvía a remontar.
No obstante, hace poco me encuentro en un aprieto de
los graves. Durante estos últimos siglos se ve que en la superficie hay una
crisis tan fuerte, que ahora las almas me vienen sin monedita.
Horror.
Además, no solo es eso, sino que lo que me cuentan
cuando las transporto –porque yo también soy compasivo y las llevo aunque sea
por cortesía y educación aun sin haberme pagado –no dejan de lamentarse de una
serie de catástrofes llamadas con distintos nombres: corrupción, manipulación,
demagogia, desahucios, recortes... Y muchos nombres los cuales no logro
recordar.
Se ve que, mucha gente, no es que haya cometido un
pecado imperdonable, no. Es que se han suicidado por la desesperación. Y eso no
lo había visto nunca en todos los años que llevo de vida. Los casos típicos
eran las guerras, las epidemias, el hambre…, sin embargo, no la exasperación de
las personas. A ver, siempre hubo de esos sucesos pero en un número muy
reducido –adolescentes dolidos por la enfermedad irremediable llamada amor – o
en épocas bélicas. En esas circunstancias lo encontraba normal. Pero tengo
entendido que actualmente no hay ninguna guerra mundial.
En fin, con todo esto, quiero decir que la crisis
terrestre también me ha afectado a mí. Por supuesto que no me interesa lo más
mínimo lo que suceda ahí arriba, pero por favor, traed la monedita, que ya no
os pido ni propina. Mantener las instalaciones y revisar el transatlántico no es
barato, además de que tengo que pagar los impuestos.
Así que estáis avisados, terrícolas. O me traéis
dinero, o no os extrañe que más de uno de vosotros vuelva a la vida. Que ya
tengo overbooking en la orilla del río Aqueronte.
Atentamente, Caronte, el barquero”
Una vez terminé, la guardé en el
sobre y hurgué en mis memorias en busca de alguno que me aclarara mi
desconcierto. Pero fue inútil. Yo no la había escrito ni recordaba haberla
visto ni leído antes.
Aun me sigo preguntando qué debo
hacer con ella.